Le agradan los suelos ligeramente ácidos, con bastante humedad y ricos en nitrógeno. No soporta las temperaturas extremadamente altas ni las muy bajas, las heladas tardías también la perjudican.
De su tallo subterráneo, o bulbo, emergen hojas basales de forma elíptica, punta acuminada y color verde brillante. Se hallaron vestigios prehistóricos del consumo de sus hojas en asentamientos humanos del neolítico y del mesolítico. Se las puede comer tanto crudas (ensaladas) como cocidas (salteadas en aceite o hervidas en agua); también se las emplea como forraje para el ganado.
Del centro de esa roseta nace un pedúnculo floral triangular que sostiene una inflorescencia de tipo umbela de tres a seis centímetros de diámetro. Está formada por entre seis y veinte pequeñas flores blancas con seis pétalos lanceolados, seis estambres de anteras dorsifijas, un ovario superior trilocular y un estilo que culmina en un estigma simple.
Los frutos son capsulares y contienen una o dos semillas subglobosas en cada lóculo.
Los bulbos son alargados y de aspecto escamoso, miden dos centímetros por cuatro y se usan como condimento en distintas comidas. El Ajo de oso aporta a nuestra dieta vitamina C. Por su apariencia es fácil confundir a esta planta con otras especies silvestres que pueden ser venenosas y no aptas para el consumo.
La mejor manera de distinguirlas es frotar las hojas entre los dedos, de inmediato se percibirá el característico olor a ajo que desprenden si es la planta correcta. Dentro del marco de la medicina no tradicional se lo emplea para regularizar la presión y reducir los niveles de colesterol, también como diurético y antihelmíntico.